lunes, 31 de enero de 2011

Pacíficos y pacifistas





Yo no lo quito






"No has de buscar la paz para hacer la guerra, sino que has de hacer la guerra para conseguir la paz. Se, pues, pacífico, aun cuando peleas, para que conduzcas a las ventajas de la paz aún a los mismos contra quienes peleas..."


Estas frases pertenecen a una carta dirigida por San Agustin, Obispo de Hipona, al Conde Bonifacio, en un momento en que los vándalos se disponían a caer sobre lo que hoy es territorio de Túnez. El Conde había planteado una consulta al Obispo Agustín sobre si sería más grato a Dios que entrara como monje en un monasterio de aquellos que Agustin estaba fundando, o que continuara en la milicia.




A alguno podrá parecer, al leer estas lineas, que el llamado "Genio de Europa" está haciendo filigranas con los conceptos de paz, de guerra, pacífico, pelea, como si deseara eludir la responsabilidad de una respuesta clara, saliéndose por la tangente. Pero en realidad no está haciendo otra cosa que expresar lo que, desde el Evangelio, ha sido siempre doctrina de la Iglesia.


En el momento actual la palabra que más se oye es "paz". Congresos por la paz, Organizaciones para la paz, manifestaciones en pro de la paz... Y hasta este punto parece ser la paz el problema más importante del mundo moderno, que gentes de buena fé ven en la Iglesia más que su misión "santificadora", una misión "pacificadora".


También la palabra "paz" es la que más se repite en la liturgia cristiana, porque el Hijo del Hombre vino a esta tierra "para dirigir nuestros pasos por el camino de la paz" (Lucas 1-79).



Pero no puede decirse que lo contrario de la paz sea la guerra, porque a la paz se oponen otras realidades distintas de la guerra como son la pobreza, el hambre, el dolor, la ignorancia, la envidia, el pecado, etc, que son como semillas ocultas en el espíritu humano y que cuando afloran atormentan al hombre, privándole de la paz.



La guerra es, ciertamente, el mayor enemigo de la paz material, pero no es su único concepto antagónico. Y como en la historia del huevo y la gallina, nunca se llega a saber si la paz es el término de la guerra, o si la guerra es el término de la paz. Porque hay paces que envilecen al hombre y paces que lo dignifican. Paces que llenan el espíritu humano, y paces que dejan en él un vacío angustioso. Paces que unen a los hombres y paces que los dividen. Paces, incluso, que dejan establecidos los cimientos de una nueva guerra, como pudimos ver en el Tratado de Versalles.



El cristiano es, fundamentalmente, "pacífico", pero lo que no puede ser es "pacifista".


El objetor de conciencia podrá tener, a título personal, sus razones, o sus sinrazones, para eludir el servicio de las armas; pero lo que nunca podrá hacer es esgrimir el Evangelio para tranquilizar su conciencia objetante. Y si es evidente que si todos los pueblos aceptaran y practicaran las enseñanzas evangélicas las guerras no se suscitarian, también lo es que ese ideal de paz terrena está, en el Evangelio, totalmente descartado.


El pacífico cree, erróneamente, que las paz consiste en la ausencia de guerras. Considera que la paz es dispensadora de todos los bienes, cuando la triste realidad que a diario constatamos es que es el bien el dispensador de todas las paces. Para el "pacífico" la paz está fuera de toda jerarquía de valores porque para él no es un valor simple, sino compuesto. Y en la paz, como dijo certeramente Juan XXIII en su encíclica "Pacem in terris", entran los elementos constitutivos de la verdad, la justicia, el amor y la libertad.


El pensamiento cristiano ha considerado siempre que la guerra es un azote del que se derivan grandes calamidades para los pueblos que, a lo largo de la Historia están ofreciendo el triste espectáculo de una Humanidad enzarzada en luchas para imponer por la fuerza lo que cada uno de los bandos en litigio considera su razón o su derecho. Pero del mismo modo que reconoce en el individuo el derecho a una legítima defensa, incluso con daño para la vida ajena, también el Estado puede, legítimamente, poner en peligro la integridad de sus siudadanos, y la de los extraños, para defender derechos que le son propios. Otra cosa es que resulte fácil justificar con razones evidentes la toma de una decisión tan grave.


Ese pacifismo a ultranza, carente de realismo, que se niega a reconocer la malicia de los hombres y por ello la posibilidad de la injusticia, jamás ha encontrado apoyo, ni en las Sagradas Escrituras ni en el sentir de los teólogos, ni en el Magisterio Pontificio, que no ha dejado de reconocer en determinados casos, la licitud de la guerra como último recurso para acabar en el orden y la paz.


El tan traido y llevado Concilio Vaticano II tampoco descarta que pueda darse un conflicto armado que sea moralmente lícito. Y al afirmar que quienes militan en el Ejército, al servicio de su Patria, se han de considerar como instrumentos de la seguridad y de la libertad de los pueblos, contribuyendo con ello a fortalecer la paz, estima que la preparación bélica y el uso de las armas puede hacerse necesario, precisamente para los fines que justifican la existencia de los ejércitos. Concretamente dice:


"...Mientras exista el peligro de guerra y falte una autoridad internacional competente, y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podría negar el derecho de legítima defensa de los pueblos... (Const. Gaudium et Spes-79)."


"...Los que al servicio de la Patria se hallan en el Ejército, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esa misión, contribuyen verdaderamente a establecer la paz...".


Y, volviendo a la carta de San Agustin, uno encuentra en sus párrafos lo que podría considerarse "casi" como una canonización de la profesión militar, quizás como respuesta a un Tertuliano - metido ya en herejías- cuando escribe:



"...No se te ocurra pensar que no puede agradar a Dios quien milita bajo las armas. Bajo las armas estaba el santo rey David. a quien el Señor tanto distinguió. Bajo las armas militaban tantos justos del Antiguo Testamento. Bajo las armas se encontraba aquel centurión que dijo al Señor: "No soy digno de que entres bajo el techo...", mereciendo esta respuesta del Señor:"En verdad os digo que no encontré en Israel una fé tan grande como en este militar..." Bajo las armas se encontraba aquel centurión Cornelio, a quien fué enviado un angel que le dijo: "Cornelio, han sido aceptadas tus limosnas y escuchadas tus oraciones"; y luego le encargó que fuera a buscar al bienaventurado apóstol Pedro, y éste le diria lo que tiene que hacer; y, para hacer venir al apóstol, Cornelio le envió otro soldado que también era santo. Militares eran aquellos que vinieron a hacerse bautizar por San Juan,,, y cuando le preguntaron qué tenían que hacer, Juan les respondió:"no maltrateis a nadie ni les calumnieis y contentaros con vuestro sueldo", No les prohibió militar bajo las armas, pues les mandó que se contentasen con su sueldo."



Estos párrafos de la carta a Bonifacio los hemos reproducido, más que para ser leidos, para ser meditados. Sirven para aclarar dudas a quienes, por un mal entendido espíritu cristiano, y acosados por una falaz propaganda, pudieran llegar a considerar incompatibles la profesión militar y el Evangelio. Máxime, en unos momentos en que los nuevos vándalos se disponen a caer sobre la cristiandad.



Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam



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